Marcelo Pombo Ruth Benzacar Gallery, Buenos Aires (ARG)
Hay un verso en La Tempestad, de Shakespeare, que resume uno de los puntos centrales del budismo: “Estamos hechos de la materia de los sueños”. Para el Gran Vehículo o Mahayana (la corriente esotérica del budismo) el universo nos presenta continuamente formas, colores, olores, sonidos y sensaciones, pero detrás de esas apariencias no hay nada. El universo es ilusorio y vivir es soñar.
Muchos artistas produjeron sus obras a partir de esa creencia: detrás de las apariencias no hay nada. Pero las conclusiones que sacaron fueron múltiples y contradictorias: tan ricas como el arte. Entre esos artistas se encuentran los maestros del ukiyo-é o “pinturas del mundo flotante”. En el Japón del siglo XVII hablar de “mundo flotante” era la forma irónica de referirse al “mundo doloroso”, que era la expresión con la que se nombraba al plano terrenal, el del dolor, en el budismo. “El mundo flotante” es una reivindicación mundana de los efímeros placeres de la vida cotidiana.
A comienzos del siglo XIX, Katsushika Hokusai -el último gran maestro del ukiyo-é- quedó fascinado al descubrir la perspectiva en las primeras pinturas occidentales a las que tuvo acceso. Entonces comenzó a estudiar a los artistas franceses del siglo XVIII; en especial, Watteau y Fragonard. Ese descubrimiento de un arte totalmente diferente influirá en su obra, pero de una manera tan sutil que es casi invisible: sus grabados (como los de la serie “36 vistas del monte Fuji”) entremezclan genialmente la perspectiva occidental con la organización formal de la tradición pictórica japonesa. También su trazo se hace más abstracto y fluido, siguiendo las esfumaturas rococó de Fragonard.
Cumpliendo casi un círculo perfecto, sus grabados llegaron rápidamente a Occidente y fueron admirados por los impresionistas franceses. Desde entonces su influencia se hará sentir en ambos lados del mundo y su obra será citada por muchos: desde el Matisse de comienzos del siglo pasado hasta el Warhol de los 60. Y, más en espíritu que en estilo, está en las entrelíneas de las obras que Marcelo Pombo viene pintando desde hace unos años. Especialmente, en las que presenta en esta muestra.
Sin inspirarse directamente en los artistas del ukiyo-é, los cuadros de Pombo tienen cada vez más el sabor de la sabiduría del “mundo flotante”. En ellos se celebra la inevitable levedad de todo lo humano. Como un Hokusai de las pampas, Pombo devela que estar hechos de la materia de los sueños no es impedimento para gozar de la belleza. Y como en el caso de Hokusai, Pombo encuentra en los trazos esfumados de Fragonard el estímulo para dejarse llevar por el delirio de la forma.
En algunas de las leyendas budistas el mundo literalmente flota. Lo sólido se apoya y se desvanece en el agua, que a su vez se desvanece en el aire. Hay un chorrear de las iluminaciones que termina uniendo todo con todo. En esta serie de Pombo el agua y el aire aglutinan las imágenes, sostienen los paisajes, diluyen los fondos.
Hokusai fue de la imagen plana a la perspectiva. Pombo sugiere una perspectiva que se desvanece en puro plano frontal. Cada uno de sus cuadros es un fogonazo. Un disparo o una iluminación. No hay una historia que conocer o un secreto que develar sino un entregarse al goce de la forma, como en la Gran Ola, de Hokusai: ¿Importa saber en qué suelo se apoya el árbol que sostiene a los músicos? ¿De qué sueño proviene esa cabeza enjoyada? ¿Y esa trama de piedras que semejan una tela escocesa? El Bodhisatva feliz lo sabe. En el mundo acuático -en los pequeños placeres y dolores de la vida cotidiana- lo que importa es flotar.
En la obra de Pombo todo flota, todo fluye. Y algo se eleva: es el globo de mimbre, esa invitación estática al viaje psicodélico (por lo demás, un Pombo de pura cepa, que retoma la tradición de objetos que viene realizando desde los 80). Ese globo recargado de falsas joyas tan hermosas, ese globo es la más pura invitación a despegarse
del suelo, a fluir y flotar a la vez. A dejarse arrastrar por la vida. Ruth Benzacar Gallery
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